Apareció tu fantasma
en mi habitación, de la nada.
Y una vez como otras tantas
se sentó sobre el colchón
de mi mullida cama.
Esperó por si le rechazaba
pero sólo lloraba.
Entonces él, se tumbó
a mi lado y me cubrió
con la mojada sábana.
Hacía mucho que le extrañaba
y él sabía como yo que le necesitaba
cada vez que mis lágrimas se derramaban.
Allí tumbado, pronunciarse evitó.
Cogió sus manos y con ellas, me acarició la cara
durante varios minutos, como si nunca hubiera pasado nada.
Como si su vida hubiera transcurrido en esa postura calmada.
Me vino bien su presencia, sus caricias apropiadas.
Me dejó llorar, en paz con mi alma
sin preguntarme si quiera por qué lloraba.
Fue esa clase de instantes en los que no importaba.
Él era el único ser sobre la faz de la tierra humana
capaz de estar, de ser... de amar,
de cuidarme al llegar como fantasma
pero como uno de asombrosa mirada.
Era capaz de amainar la mayor tormenta de mis lágrimas.