La otra chica la llama,
con aparente impaciencia
desde la otra punta del círculo
donde todos ellos se hayan.
- Ven, tengo que decirte algo. –
Pronuncia y gesticula al mismo tiempo,
indicando la necesidad imperiosa
que tiene de que ella
reciba la información,
de hacerla cómplice de su secreto.
Ella,
no sin algún reparo; se acerca.
Se coloca de cuclillas y espera.
“Creo que le gustas.”
Afirma sin ningún tipo de duda su mirada
y ella,
atenta,
rápida se dispone a esquivarla.
Sale prácticamente disparada
y finalmente: escapa
de esa confesión, de esas palabras
no pronunciadas.
Pero al igual que un cazador a una fiera,
de nuevo a ella la ataca
y la coge totalmente desprevenida,
cuando menos lo deseaba.
– Creo que le gustas. –
Sí, esta vez sus palabras
se expulsan y se clavan
como un puñal poniendo
en su boca una mordaza.
Y ella,
entre dudas y quitándole importancia:
– No te líes – le dice
para arrancarle al azahar la fragancia.
En el fondo de sí y a regañadientes,
se teme que después de todo el amor no miente:
las miradas se palpan, haciéndose presentes,
siendo dos, entre un gran barullo de gente.
Le conoce poco mas le tiene en su mente
y pretende
esquivarle buscando un clavo ardiente.
Ninguno tiene
ganas de caldear el ambiente,
se miran, apenas se tocan.
Hablan, ríen y sus pies se rozan.
Como se apoyan
los borrachos en las farolas,
sabiendo que al día siguiente
llegará mañana y entonces todo será diferente.
Así son felices.
Inmensamente felices.
Sin reconocer sus deslices.
Queriendo o sin querer,
siguiendo en juegos infantiles.