- ¿Piensas?
- Sí.
- Ya. ¿En qué?
Ella suelta una pequeña sonrisa,
pequeña y fugaz,
mientras su cuerpo se aleja
unos pasos del lugar
donde se hallaba apoyada.
Camina dejándole unos metros atrás.
Él la alcanza pronto.
Y continúan hablando de la vida.
Sin riesgos,
sin miedos.
Sin compromisos,
sin más anhelos
que ellos mismos.
Pasean y luego guardan silencio
cuando miran hacia el cielo.
Quien plagado está de estrellas.
Cuando todavía no ha llegado el invierno.
Ella despierta pronto de su ensimismamiento
y se muestra tan niña y certera
como es atravesando rieles de sueños.
Se adentra allá dentro,
donde los molinos nunca producen viento:
- ¿Se puede pasar? – le pregunta él sorprendido.
- No pone nada. – le responde pícara.
Ella toca, mira, siente y le inquiere señalando un tronco:
- ¿Es de verdad? - él la observa.
Ambos tocan la aparente madera
y él contesta:
- No.
Ella gira la cabeza
volviéndose a vislumbrar, a soñar
hacia el infinito mar de ideas,
que invaden lentamente su memoria,
ya perecedera.
Y cuando se da sobre sí misma la vuelta.
Él la besa.
La besa con fuerza.
La abraza con ganas.
Con todo el romanticismo
del instante mágico
que conlleva ese momento.
Porque desde el principio,
conseguía transformar el tiempo y el espacio
en un lugar deliciosamente escénico
para el encuentro de dos amantes nuevos.